LA LLEGADA A SIUNA
Enrumbamos hacia el mineral de Siuna, por un camino pedregoso lleno de baches.
Oscureció; y poco a poco se fueron apagando las voces dentro del bus y el traqueteo de la carrocería alternaba con los ronquidos de uno o dos pasajeros.
Unos niños hurgaban con avidez una bolsa de confites aprovechando el sueño de sus madres.
Cerré el único ojo que tenía y abrí mis oídos.
Un militar nunca puede descuidarse; debe controlar los ruidos y los silencios de la noche.
Me sumí en mis pensamientos; recuerdo cuando llegaron los políticos del Frente a la Escuela San Martín para arengarnos con discursos antimperialistas y conminarnos a que nos integráramos a las tropas del Ministerio del Interior; prometían buena paga, ropa y calzado y un futuro de gloria al servicio de la patria.
Recuerdo que nos integramos 15, todos campesinos; estudiantes que abandonamos la cartilla para ir a la guerra.
Yo venía de Coperna; una cooperativa agraria sandinista ubicada a unos 40 kilómetros de Siuna en dirección al Mineral Rosita.
No tuve ni tiempo de despedirme de mi familia; mandé aviso con uno de mis amigos.
Me acuerdo que firmamos por seis meses y después el Ejército nos reclutó voluntariamente; ninguno de nosotros andaba obligado como otros.
Mi mujer estaba embarazada de mi hijo cumiche.
¿Como será? ¿Se parecerá a su papa?
Entramos a Siuna temprano en la mañana.
Dionisio se había dormido toda el camino y se quejaba de lo entumido que andaba.
El bus estacionó en la única gasolinera que había y buscamos donde desayunar.
Había movimiento de tropas; al parecer la "contra" andaba cerca. Se escucharon algunos disparos de ak en la lejanía.
Me encontré con uno de los políticos que me había reclutado e hizo como que no me había visto.
Un ligero ademán y continuó su camino en una prisa justificada por su vergüenza.
No tenía por qué sentirse mal; así era la guerra. Nadie gana.
Entramos en el Comedor de Estolano y pedimos un desayuno siuneño; gallo pinto; huevos fritos; mortadela; cuajada; tortillas de harina recién hechas; jugo de naranja y un buen café negro.
Nos sentamos a la orilla de la puerta para controlar la salida del bus; no podía quedarme en Siuna; tenía que llegar a mi casa.
No había terminado de acomodarme cuando entraron unos jóvenes y se pusieron a reír de mi desgracia.
Me agarraron asoleado y los traté; les dije que ellos no sabían quien era yo; el Teniente López; Héroe de la Patria y les enseñé con mi única mano mi medalla.
Uno de ellos; la mas jovencita me quedó viendo con sus profundos ojos negros y me dijo:
"Esa es su guerra señor; no la mía."
Me sirvieron el desayuno y ya no tuve ganas de comer.
(Continuará)
Homero.
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